El  8 de mayo es una fecha que difícilmente voy a olvidar. Ese día llegué  a la ciudad chilena de Copiapó, poniendo el broche final a la expedición Atacama 2016. En  36 días recorrí los 1700 km que componen el desierto, desde la ciudad de Arica, al norte del país y desviándome hacia el salar de Uyuni.

Pedalada tras pedalada, sólo, sin ayuda externa, y con mis pensamientos (siempre positivos) como únicos compañeros de viaje, crucé el desierto de Atacama, uno de los lugares más extremos del planeta. Y no fue fácil. Como ya sabía al planificar el viaje, allí me iba a encontrar con unas condiciones bastante adversas: más de 30 grados de diferencia entre el día y la noche, zonas en las que desde hace más de 200 años no cae una sola gota de agua, padecer el  mal de altura y calor extremo y unos tramos cuya altitud superaba los 5000 metros.

Pero, como siempre trato de hacer, convertí el miedo en mi aliado, en una ayuda para conseguir mis sueños. No en vano, mi leif motiv es “no dejes que nadie te diga que es imposible si de verdad crees en ello”

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