Hace 3 días pasé por Villa Santa Lucía, mundialmente conocida por la tragedia que sucedió el 16 de diciembre de 2017. Entre las 9-10h medio cerro se vino abajo, dando lugar a torrente de agua y barro que destruyó medio pueblo y dejó 18 fallecidos y aún 4 desaparecidos.
El dolor se palpa en el ambiente. Un silencio tenebroso, perturbante. También el olor a barro, muy particular. Un desastre natural de estas características tiene una capacidad destructiva difícil de imaginar. La Carretera Austral está cortada en este punto, y hay previsión de que tarde meses en abrirse.
Tuve ocasión de hablar con una pareja de supervivientes a la catástrofe. Por motivos éticos no desvelaré sus nombres, pero si indicar que tienen unos 60-65 años. “No dio tiempo a nada. Sucedió tan rápido que mucha gente no pudo ni siquiera reaccionar. A mi marido lo arrastró dos cuadras (calles) dentro de la casa. Milagrosamente pudo salir. Enloquecí, pues creí que había muerto.”
La pareja tenían unas cabañas de alojamiento, que era de lo que subsistían. “Hemos perdido toda una vida, y nuestro pequeño negocio. No nos queda nada. Nos aloja una vecina. Toda una vida perdida en unos instantes… aunque la mayor de nuestras suertes es seguir vivos.” El mayor de nuestros activos, el hecho de estar vivos, y que a menudo pasa desapercibido en nuestras vidas a toda velocidad.
“La suerte es que ese día no había colegio, pues estaba situado justo a la entrada del pueblo, y no hubiera dado tiempo a nada. Hubieran fallecido todos los niños y la catástrofe hubiera sido mucho mayor.”
Por último, la señora me lanza un mensaje que para mi tiene mucha fuerza: “Disfruta de la vida, y no te aferres demasiado a lo material.”
Aún sigo impactado, y lo seguiré un tiempo.
Un fuerte abrazo amigos,
Juan Sin Miedo